En 2020 se celebra el Año Internacional de la Sanidad Vegetal (IYPH), y por lo tanto una oportunidad para crear conciencia sobre la importancia de proteger la salud de las plantas como medida eficiente para reducir la pobreza, proteger el medio ambiente y promover el desarrollo económico. Qué casualidad, ¿verdad?
Resulta además paradójico que a primeros de este año nuestras mujeres y hombres del campo se echaran a las calles y carreteras para defender algo tan simple y justo como unos precios dignos de sus productos con los que sustentar las numerosas producciones agrícolas y ganaderas, y de camino dar una cierta garantía de futuro a esa España que se nos queda vacía.
En ese momento nuestra solidaridad con la gente del campo venía en gran medida por simpatía o campechanía, y en el mejor de los casos por ser conscientes de su importancia. El sector primario de la agricultura, la selvicultura, la ganadería y la pesca, así como su industria derivada y empresas de servicios auxiliares son totalmente imprescindibles para lo más básico de la especie humana, su subsistencia. Ha tenido que llegar una pandemia de dimensiones inimaginables para que todos seamos conscientes de lo vulnerables que somos y la importancia del sector del campo y una industria justa y eficiente cerca de nuestras poblaciones. Es decir, de lo que se conoce como desarrollo local sostenible. Más vale tarde que nunca.
Ya sabíamos que depender de materias primas y procesos industriales lejanos en la distancia tiene implicaciones negativas en términos energéticos y sociales, pero deberíamos ser más conscientes de sus nefastas consecuencias en tiempos de crisis e incertidumbre, como el que estamos empezando a vivir ahora. Más de uno de nosotros nos planteamos ya un futuro más desglobalizado. El acomodarnos a un mundo basado en el que “inventen, inviertan y desarrollen ellos” como si este problema no fuera con nosotros, puede tener graves consecuencias en el futuro.
Hoy día, aunque con las máximas reservas que aún tiene la ciencia, parecen claras dos cuestiones. Una, que el Covid-19 se generó en animales vivos en China y que la elevada alteración de nuestros ecosistemas facilita su propagación a otros territorios. Otra, el enorme impacto del movimiento de personas en los aviones, necesario para el comercio mundial y el turismo de masas. No hay duda que nos hemos hecho más urbanitas y menos campechanos. Nos hemos alejado de nuestro territorio, del forestal y del no forestal, de nuestro entorno rural y de nuestras gentes que viven en él. La consecuencia es clara. Somos más vulnerables.
Confío en que esta pandemia nos ayude a volver a fijarnos en la Naturaleza y en su capacidad de resistencia y a ser capaces de desarrollar una actividad primaria e industrial más diversa y sostenible en el tiempo y más localizada en nuestro territorio.
La Naturaleza nos proporciona por ejemplo madera de proximidad. Los chopos, considerados como árbol del siglo XXI, son un claro ejemplo de ellos. La madera tiene mucho que aportar para que nuestras viviendas sean más confortables y saludables, algo esencial en tiempos de confinamiento.
Que la madera es preferible a otros materiales no solo lo dicen las empresas y propietarios del sector, también lo dicen grupos conservacionistas como WWF: “preferir madera, corcho o papel frente a productos sintéticos o sustitutivos es un gesto por el medio ambiente y la economía rural” o Greenpeace: “la madera es sin duda el material más ecológico frente a otros cuyo proceso de fabricación y eliminación consume mucha energía y es contaminante, como el cemento, el aluminio o el PVC”.
Alguien puede pensar que ha llegado el momento de que las administraciones se pongan las pilas en el desarrollo de una industria local fuerte y sostenible y un medio ambiente productivo, saludable y bien conservado. Es cierto. Pero nos equivocamos en parte. Las administraciones somos nosotros. El futuro depende de nosotros mismos, y por tanto depende de ti. La política somos todos.